Cuadernos 504

Lecturas, Cuadernos Hispanoamericanos, No. 504, junio de 1992, pp. 132-134

El disparo de Argon: ojos que no ven

La ciudad como escenario novelesco cobra forma en la narrativa latinoamericana en Argentina con Roberto Arlt, cuya influencia marcó a varias generaciones de escritores, entre los que encontramos a Onetti y Cortazar, por mencionar algunos, pasando por Puig o por el injustamente olvidado Gudiño Kieffer, quienes imprimen un nuevo aliento a lo que se conoce como literatura urbana. Este fenómeno coincide con el proceso de tecnificación y el consecuente crecimiento de las ciudades en el continente. La literatura se ocupará entonces de una generación de hombres desarraigados y sin fe que ha nacido en las grandes urbes; de la fatal convivencia que les impone la ciudad moderna y de su búsqueda del sentido de la vida.

En México, a pesar del crecimiento tan acelerado de su capital, después de la política agraria de la revolución, la literatura ha avanzado en otra dirección. Marcada, por un lado, por la fuerte tradición barroca y, por otro, por la irrupción de las vanguardias, la novela expresa un conflicto, resultado de la contradictoria unión de elementos de la cultura indígena y de la española. Desde Rulfo hasta escritores extraterritoriales, como Pitol, o los que recrean la historia recurriendo a la crónica o al periodismo, como Carlos Fuentes y Fernando del Paso, se aprecia la obsesión de los mexicanos por su pasado histórico. La larga lista de novelas sobre la revolución mexicana es prueba de ello. Hay que esperar hasta finales de los años sesenta, con José Agustín, para que la ciudad domine en el escenario literario y ponga de manifiesto los hábitos, sueños y frustraciones de la clase media urbana. El disparo de Argon, de Juan Villoro (México, 1956), continúa esta última tendencia.

Metáfora de una urbe en arrasador proceso de expansión, la obra nos ofrece la visión de una ciudad deshumanizada e infinitamente viva a la vez: Mexico de finales de los ochenta, con veinte millones de habitantes, contaminada y ahogada por un tráfico infernal, fragmentada en barrios donde la dinámica de la vida va estableciendo de manera peculiar las relaciones del ser humano con el entorno.

El palpito de la ciudad

El autor destaca en reiteradas ocasiones la relación entre el protagonista, el retinólogo Fernando Balmes, y la ciudad. Desde la primera página describe su barrio: «Normalmente, lo que veo en San Lorenzo es una explosión de rótulos, cables de luz, ropas encendidas en rojo, verde, anaranjado», al tiempo que anota que la vida allí transcurre «como si nada». Su mirada también abarca al voceador, al gendarme y al afilador, que cumplen con el ritual cotidiano; pero se trata de seres que se han deshumanizado por la dureza del ambiente y que parecen aplastados por la presencia de la ciudad. Balmes también respira y reconoce su característico olor a basura fresca v como si estuviera totalmente conforme, dice: « Respiré con ganas: un efluvio de mercado recién puesto que en unas horas olería a mierda, carbón, venenos químicos.»

La novela transcurre en el barrio de San Lorenzo, situado en la zona industrial. Sus límites son el puente de la calzada de Anahuac, en el extremo sur y la Clínica de Ojos, ubicada en la punta norte. La Clínica de Ojos Suárez es un centro de actividades que se articulan con el barrio, que están ligadas a la gran urbe y al país, a la vez que conectan con el extranjero, como si se tratara de una vasta red que se va tejiendo a medida que intentamos comprender los hechos.

EI protagonista es consciente del peligro que representa la ciudad y justifica la inmovilidad de la vida por ser propia de la «cultura del aguante» que caracteriza a la sociedad mexicana. Sin ningún interés de querer cambiarla, comenta: «El plomo que respiramos debe estar alcanzando nuestros bulbos raquídeos.»

Pese a la agresión de la ciudad, las masas humanas fluyen de manera caótica, confundiéndose con los gases, con los excrementos que cubren la calzada de Anahuac, que son la respuesta a esa agresión, con los cuerpos congelados de los vagabundos que mueren de hambre y frío y que son arrojados por los vecinos a los vertederos de basura, con los olores de fritanga que emergen de la calle y se filtran por los pasillos de la clínica y con los vendedores ambulantes y los negocios, como el hostal «Las Fumadoras», que conectan con la clínica.

Los avances tecnológicos no impiden que la ciudad se quede sin agua y sin luz. Los vecinos, víctimas del conformismo, parecen observar el espectáculo de la vida de manera pasiva y con una curiosidad morbosa.

Mediante el humor y el sarcasmo, Villoro retrata un apéndice de México, el barrio de San Lorenzo, aislado por un cordón de excrementos que al parecer deja una banda que se complace en celebrar ceremonias escatológicas.

Deshumanización del individuo

Mientras el autor nos ofrece la imagen de una ciudad que se hace y se deshace, como si fuera un organismo vivo, una especie de materia viscosa, producto de sustancias orgánicas y minerales, donde los deshechos de las fábricas se confunden con los deshechos humanos, la imagen que nos presenta del hombre es la de un parásito que sobrevive a expensas de ese organismo y que a la vez es devorado por él.

La clínica es una institución donde los seres humanos dejan de valer por 1o que son como individuos y se les tiene en cuenta por lo que representan: Antonio Suarez, una eminencia en el campo de la medicina ocular, discípulo del prestigioso Barraquer, es la clínica misma. Cuando se descubre que padece ceguera, el protagonista comenta: «La clínica estaba enferma y el órgano lejano, inencontrable.» Suárez es una figura traslúcida carente de rasgos humanos. Para Balmes, el maestro, incapaz de elogiar un peinado o de compartir un sabor favorito, cifra sus relaciones con las personas sin haber hablado de sus asuntos íntimos y solo le interesan las vidas si desembocan en una peculiaridad científica.

A través de los personajes, Villoro muestra el conformismo de una generación que en el sesenta y ocho aspiró a tomar el poder y a transformar el mundo. Los profesionales, egresados de la UNAM que no esperan la oportunidad de viajar a los EE.UU., quedan atrapados enj una compleja estructura burocrática. La Clínica de ojos es la expresión de ese entramado de pasillos con nombres de los gases que conforman el rayo láser: el oculto, el extranjero, el emanado y el activo. Este último es el argón, paradójicamente el que no trabaja, y el que conduce a la oficina de Suárez. En jerarquía sigue Ugalde, el subdirector, quien maneja los hilos del poder. Cuando el cargo de Jefe de Retina queda vacante, éste propone a Balmes que lo acepte. El protagonista se muestra indiferente ante la posibilidad de un ascenso. Sin un rumbo definido se pierde en los laberintos de la clínica y escala sus pisos, imaginando situaciones fuera de lo norma con el maestro, un fantasma a que ronda por la clínica con F, su paciente, una mujer impredecible, con Mónica, un ser terrible y deseado. El resto de los personajes justifican su manera de estar en el mundo en pequeñas luchas cotidianas que no tienen mayor incidencia social. Lander opta por una meticulosa profilaxis, Inestra, directamente implicado en el tráfico ilegal de córneas a los EE.UU., prefiere comerciar con todo tipo de productos e instala su tienda en los bajos del edificio; Martínez Gluk se dedica a escribir artículos en un homólogo chileno que jamás ha visto y no desea conocer, por temor a que su odio desaparezca.

El amor, las mujeres y la muerte

Dos acontecimientos rompen la monotonía: el descubrimiento de que Inestra está involucrado en el tráfico de corneas a los EE. UU. y su asesinato en los pasillos de la clínica. A partir de ese momento la historia empieza a cobrar tintes de novela policiaca. Las circunstancias empujan a Balmes a convertirse en un detective. En esa tarea son fundamentales Carolina, su amiga de la infancia y adolescencia, y Mónica, su amante.

Los límites entre la realidad y la ficción no pueden definirse, nos dice Villoro en esta novela. Las razones de los hechos no se esclarecen porque no se conocen los enemigos ni los móviles. Al protagonista no le queda más remedio que imaginar y atar cabos. En ese sentido Mónica es, a sus ojos, una pieza clave del rompecabezas; ella aparece y desaparece misteriosamente en la clínica. Su idioma, hecho de medias palabras, confunde a Balmes, quien la ve algunas veces como su salvadora y otras la asocia a unos enemigos invisibles. Del mismo modo, Carolina es una Figura fatal que lo conduce a Julián Enciso, vinculado a una banda de traficantes de corneas. Empujado a la muerte, Balmes logra salvarse en un golpe de suerte. Al final del camino encuentra a Mónica y con resignación se entrega a ella, no sin preguntarse: «¿A cuántas coincidencias peligrosas podía llevarme?»

Ojos que no ven ...

La novela, en tanto exploración de un determinado mundo, nos enfrenta con el descubrimiento de otra realidad: la esencial, mediante un proceso de construcción del conocimiento. Sin embargo, en El disparo de Argon lo esencial se cubre de sombras, pues algunos elementos de la historia, que al principio parecen importantes, al final quedan sueltos, como el asesinato de Inestra y la muerte de Enciso. Pese a esos pequeños detalles, merece la pena destacar la capacidad que tiene el autor de superar la tragedia, mediante el humor, ofreciendo un mundo rico en paradojas.

Que el fundador de la Clínica de Ojos esté ciego es algo que suscita una burla despiadada; que los oculistas cierren los ojos a la realidad es algo que indigna y hace reír a la vez. De lo que dice Villoro se desprende que lo importante no es el ojo que mira, sino lo que se ve y lo que se ve son trozos de realidad, alucinaciones, sueños, imágenes difusas. Lo que importa son las sensaciones, pues aunque los enemigos no se vean, su presencia aplasta. Balmes se da cuenta de que es: « ... otra Figura de humo, tan insustancial como el enemigo.» Asimismo se pregunta: «¿Realmente existían rivalidades entre gentes no vistas que, sin embargo intervenían en nuestros asuntos?»

En diversas ocasiones, el protagonista reflexiona sobre las limitaciones de la mirada, y su confusión es mayor cuando le ofrecen dinero para operar mal a Suárez, pues a muchos les conviene que no recupere la vista.

Villoro se refiere a una ciudad nacida del caos, atrapada entre dos mundos: un pasado que agoniza y un futuro que al abrirse paso resquebraja las bases mismas de la sociedad. La generaciones que han crecido al ritmo de la gran urbe, antes que disfrutar de los cambios ocasionados por el desarrollo tecnológico, se sienten agredidas por ella, y lejos de concebir aquellas tecnópolis de sueño que los japoneses pretenden vender al mundo, asisten de manera pasiva y morbosa a la destrucción de su entorno.

* Juan Villoro, EI disparo de Argon, Altea, Taurus, Alfaguara, SA. Colección Alfaguara Hispánica, Madrid, 1991